Manual de supervivencia ante un progre enojado
He llegado a una conclusión después de años de observar, debatir y, sobre todo, desperdiciar neuronas, nunca discutas con un progre. No porque te vaya a ganar con argumentos, sino porque el debate no es su objetivo. El progre no quiere comprender, quiere corregirte; no quiere dialogar, quiere adoctrinarte; no busca la verdad, busca tener razón. Y la tiene, por decreto moral.
Yo, ingenuo al principio, creí que se podía conversar. ¡Qué error! Entré con buena fe, armado de datos, lógica y una taza de café. Pero pronto entendí que para un progre, los hechos son fascistas, las estadísticas son opresoras y la lógica es patriarcal. Nada tiene sentido, salvo su propio relato. Si lo contradices, eres “intolerante”; si callas, “cómplice del sistema”; y si preguntas demasiado, “parte del problema”. Todo encaja en su universo circular: el progre nunca se equivoca, solo los demás no entienden su nivel de conciencia.
A veces me río. Porque hay algo de tierno en esa fe ciega, casi religiosa, con la que repiten sus mantras. “Despierta, deconstruyete”, te dicen, mientras siguen dormidos en la almohada de su superioridad moral. Es curioso, dicen luchar por la inclusión, pero excluyen a todo el que no piense igual; claman por diversidad, pero solo aceptan una forma de pensar; aman la libertad de expresión, siempre y cuando expreses exactamente lo mismo que ellos.
El progre típico tiene un superpoder transforma cualquier conversación en culpa. Si hablas de responsabilidad personal, te acusa de no entender las estructuras opresoras; si celebras el mérito, te tilda de neoliberal; si haces un chiste, de machista; y si simplemente vives tranquilo, de indiferente ante las injusticias del mundo. Todo es un campo de batalla moral donde él, por supuesto, siempre es el héroe.
Por eso aprendí que discutir con un progre es como jugar ajedrez con una paloma, derriba las piezas, se orina en el tablero y luego se pavonea como si hubiera ganado. No vale la pena. No hay diálogo posible con quien no busca entender, sino adoctrinar; con quien no quiere construir, sino señalar culpables. Así que, por salud mental, aprendí el arte de la sonrisa diplomática, asentir, decir “tienes razón” y seguir con mi vida mientras ellos siguen salvando el mundo desde un hilo de Twitter.
Porque, al final, el verdadero rebelde no es quien grita consignas vacías ni quien repite discursos reciclados: es quien piensa por sí mismo. Y eso, paradójicamente, es lo más antiprogresista que existe hoy.
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