“A los ojos que aún esperan”
Por Carlos A. Bastidas C.
Llegaste en silencio, sin nombre, sin voz,
un susurro de vida que el mundo olvidó.
En tu piel se escribía la historia del frío,
de calles ajenas, del hambre y del río.
Tenías heridas que hablaban de ausencias,
de manos que fueron puños sin conciencia.
Tus ojos, dos pozos de un lodo sin calma,
pero aún con destellos de amor en el alma.
Yo, veterinario, testigo del duelo
que llevan los cuerpos marcados por el suelo,
te vi como a un niño que nadie abrazó,
como a un viejo soldado que nunca volvió.
No eras paciente, eras rezo y lamento,
un grito en la sombra, un sutil desaliento.
Y en ese instante sagrado y eterno,
supe que el infierno también huele a invierno.
Limpiaste mi ciencia con tu humanidad,
me hiciste añicos la falsa verdad
de que solo curamos con jeringas y bisturí:
también sanamos amando, quedándonos allí.
Te cobijé con lo poco, con todo mi ser,
sabía que quizás no ibas a volver,
pero quise que al menos sintieras la calma
de una caricia que abriga el alma.
Tus latidos se fueron despacio, en silencio,
como hoja que flota sin peso ni tiempo.
Y yo, que firmo recetas y dictamino el destino,
lloré por ti como niño, como perro, como humano divino.
¿De qué sirve el título, el diploma, el saber,
si no tiembla mi voz cuando te empiezo a atender?
Si no quiebra mi pecho con tu último aliento,
¿qué clase de médico soy en mi centro?
Eras un perro… dicen. Solo un perro más.
Pero tú fuiste el maestro que me enseñó a sanar
con los ojos cerrados y el corazón abierto,
a mirar lo invisible, a amar a los muertos.
No hay anestesia que apague esta pena,
no hay bisturí que cierre esta condena.
Pero si un día regreso al mismo lugar,
quiero que otro como tú me venga a buscar.
Porque en tu partida dejaste una luz,
una huella sin sangre, sin cruz ni ataúd.
Y aunque la ciencia no sepa explicarlo,
yo sé que ese día… fui más humano.
Comentarios
Publicar un comentario