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¿Por Qué los Niños Quieren Ser Veterinarios?

¿Por Qué los Niños Quieren Ser Veterinarios?

Por Carlos Arturo Bastidas Collantes


Hay una edad mágica en la que los sueños todavía no conocen el miedo al fracaso. Es esa etapa luminosa en la que un niño puede querer ser astronauta, mago, bombero o veterinario sin que nadie le diga que es difícil, que no hay dinero, que es muy largo el camino. Es ahí, en ese rincón ingenuo y valiente de la infancia, donde nace con fuerza una de las vocaciones más nobles que puede tener el corazón humano: la de cuidar a los animales.


La primera razón por la que un niño sueña con ser veterinario es simple: ama sin condiciones. Ese amor instintivo que lo lleva a abrazar a su perro, a salvar a un insecto del agua o a llorar con el final de una película de caballos. En un mundo cada vez más apurado y desalmado, los niños todavía tienen tiempo para mirar a los ojos a un gato y ver allí un ser vivo que merece respeto, cariño y protección. Ellos no necesitan que nadie les enseñe empatía, porque la traen de serie.


Pero hay algo más profundo, algo más poderoso. Los niños quieren ser veterinarios porque creen que pueden sanar lo que está roto. No sólo un hueso, una pata o un ala; también el abandono, la tristeza o el miedo. Ven al veterinario como un héroe sin capa, como ese adulto que no le teme a los gruñidos ni a las mordidas, que puede con sangre, con dolor y con muerte, pero que también regala vida, consuelo y esperanza.


Y ahí está el detalle más hermoso: los niños no quieren ser veterinarios para hacerse ricos. No los mueve la vanidad de un título colgado en la pared. Quieren ser veterinarios para ayudar, para servir, para hacer el bien. Es un sueño que nace del alma, no del ego. Un sueño que debería inspirarnos a todos los que ya estamos en este campo, recordándonos por qué empezamos.


Porque quizá, en el fondo, todos los veterinarios adultos fuimos ese niño que alguna vez curó a un pájaro herido, enterró con lágrimas a su primer perro, o soñó que podía hablar con los animales. Y quizá, si escuchamos con atención, esa voz infantil todavía nos habita, todavía nos guía. Y nos recuerda que esta profesión, más allá de la ciencia y la técnica, es un acto de amor profundo.


Y a ti, colega veterinario, que hoy te sientes cansado, desbordado o desmotivado, te digo: no olvides que tú ya vives el sueño que una vez imaginaste con ojos brillantes. Que el trabajo nunca te pese, porque estás cumpliendo tu propósito. No hay bisturí ni guardia larga que valga más que esa sonrisa que un día se dibujó en tu cara de niño mientras decías: yo quiero ser veterinario.

Sigue siendo ese niño, sólo que ahora con bata, con cicatrices, y con una vocación más viva que nunca. Mantén esa esencia. No la sueltes jamás.


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