Cuando un Paciente Salva a un Veterinario
Por Carlos Arturo Bastidas Collantes
Hay momentos en esta profesión —y en la vida— en los que uno se rompe en silencio. Donde detrás de la sonrisa al cliente, del “todo va a estar bien”, y del pulso firme frente a una cirugía complicada, hay una tormenta interna que nadie ve. Somos los que cuidan, los que alivian, los que se quedan hasta el final… pero ¿quién cuida al que cuida?
Hay días en los que la bata ya no abriga, sino que pesa. Días en los que el alma se desgasta, cuando la pasión choca contra la indiferencia de algunos tutores, contra la injusticia de un sistema que muchas veces nos precariza, o contra la culpa de no haber podido salvar a ese paciente que nos robó el corazón. Esos días en los que uno se plantea si vale la pena tanto sacrificio. En los que el agotamiento no es solo físico, sino también emocional y espiritual.
Y justo ahí, cuando la vocación parece resquebrajarse, llegan ellos. No por cita. No con historial clínico. No con un tutor agradecido. Llegan sin nada. Abandonados. Olvidados. Como si la vida ya no les debiera nada. Wachito, Tito y Cleo no fueron pacientes comunes. Fueron señales. Milagros peludos enviados por Dios a una clínica en la que no solo salvamos vidas… también resucitamos la nuestra.
Wachito llegó hace casi 15 años. Un gato flaco, sucio, herido… pero con la dignidad intacta. Entró sin pedir permiso, como suelen hacerlo los que tienen algo importante que enseñarte. Desde ese primer día se quedó. Se convirtió en parte del mobiliario emocional de la clínica, en nuestro compañero de aventuras, en el alma felina de nuestro equipo. Hoy, con sus años encima, ya no corre como antes, pero sigue recibiendo visitas: hay gente que pasa solo para saludarlo, para preguntar cómo está, como si fuera un viejo amigo de la familia. Y lo es. Lo cuidamos con el mismo amor con el que lo recibimos aquel primer día, porque Wachito no es un paciente: es un símbolo. Es la prueba viviente de que los animales también nos rescatan.
Tito, revoltoso y torpe, nos dio una nueva misión: volver a reír. Cuando el estrés nos apretaba el pecho y el cansancio nos quitaba el humor, ahí estaba él, mordiendo zapatillas, escondiendo jeringas, desordenando lo que estaba ordenado, como si su función fuera inyectarnos de vida. Y vaya que lo logró.
Y Cleo, esa dulzura con patas, que nos enseñó que no hay herida que no pueda cerrarse con amor, tiempo y paciencia. Que incluso quienes han sido traicionados, pueden volver a confiar. Cleo no hablaba, pero decía todo. Su presencia era una caricia en los días duros, su ronroneo era el metrónomo que volvía a alinear nuestros corazones con el sentido profundo de ser veterinarios.
Los tres llegaron sin pedir nada, pero nos lo dieron todo. Y no solo a mí. A cada miembro de mi equipo. Nos rescataron del burnout, de la indiferencia emocional que a veces usamos como coraza, del vacío que deja cada despedida. Nos devolvieron la fe, la ternura, la sensibilidad que la rutina clínica a veces endurece.
Y esto no solo pasa en mi clínica. Pasa en muchas. En la mayoría, si miras con atención, hay un alma rescatada rondando los pasillos, compartiendo los turnos, siendo parte del equipo sin diploma pero con una misión sagrada. Son los guardianes silenciosos de nuestra vocación. Son prueba viva de que, aunque el mundo esté lleno de abandono, nosotros aún elegimos amar. No porque nos paguen por hacerlo, sino porque algo dentro de nosotros no puede hacer otra cosa.
Y no, esto no es una invitación para que tutores irresponsables dejen a sus animales en las clínicas como si fueran depósitos de lo que ya no quieren. Este ensayo no justifica el abandono. Todo lo contrario: denuncia que, aún en medio de tanta indiferencia, nuestra profesión responde con amor. Con compromiso. Con humanidad. Incluso cuando eso no nos corresponde, lo hacemos… porque no podemos mirar hacia otro lado cuando una vida necesita ser salvada.
Este no es un ensayo sobre rescate animal. Es un canto a la reciprocidad. Porque cada vez que salvamos una vida, hay una parte de la nuestra que también se sana. Cada vez que curamos una herida física, ellos curan una herida del alma. Y eso solo lo entiende quien ha tenido la fortuna —y la bendición— de mirar a un paciente y sentir que fue él quien nos salvó.
Gracias, Wachito, por tu ternura silenciosa, por tantos años a nuestro lado, por ser ese gato sabio que nunca se fue.
Gracias, Tito, por devolvernos la risa.
Gracias, Cleo, por enseñarnos a confiar de nuevo.
Gracias, animalitos de Dios, por rescatarnos cuando más lo necesitábamos. Por enseñarnos que no somos solo veterinarios. Somos seres humanos que también sentimos, lloramos, y nos quebramos… pero que gracias a ustedes, volvemos a levantarnos.
Tantos años de conocer esa ardua y noble misión de salvar las vidas de ángeles que llegan a darnos el amor más puro y desinteresado. Hermoso ensayo Carlitos en honor a tus compañeros de lucha de cuatro patitas, solo queda alentarles que sigan adelante con ese gran corazón y amor por los animalitos la mejor creación que Dios nos ha dado en este mundo
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