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El Ritual del Asado: Brasas que Unen Almas

 El Ritual del Asado: Brasas que Unen Almas

Por Carlos Arturo Bastidas Collantes


Hay un momento en la vida en que el fuego deja de ser un simple elemento y se convierte en un arte. Ese momento tiene nombre: asado. Y no es solo carne cocinándose sobre una parrilla; es un lenguaje ancestral, una ceremonia lenta, densa en humo, cargada de amor, entrega y sabor. Es, en definitiva, una celebración de la vida misma.


El asado no se hace con apuros. Se cuece con tiempo, paciencia y devoción. Porque quien se arrima a las brasas sabe que no está simplemente cocinando: está construyendo un puente entre sabores y memorias. El fuego lento no solo transforma un corte de carne; también transforma el ambiente. Lo impregna todo: la charla, el silencio cómodo, la música de fondo, los abrazos que se cruzan entre chorizos y chinchulines, y esa mirada cómplice entre el parrillero y su gente.


Y es que el parrillero no es un cocinero más. Es un alquimista de lo cotidiano. Siente la temperatura sin termómetro, gira las piezas como quien acaricia a un ser querido, y sabe cuándo es momento de salar, de dar vuelta, de esperar. Porque el asado no se impone, se escucha. Se acompaña. Se respeta.


Las brasas son el alma del ritual. No hay llama impetuosa, sino calor constante, latente, como el cariño de una madre que abraza sin asfixiar. El carbón crepita con la misma alegría de un reencuentro de amigos. El humo se enreda entre las risas, y la carne, como buena testigo de la ocasión, va absorbiendo la historia que se cuece alrededor: historias de vida, de derrotas, de amores y resurrecciones.


Y claro, ¿qué sería de un asado sin su fiel escudero? El fernet. Pero no cualquiera: NERO 53, ese brebaje oscuro, con carácter, que golpea fuerte y acaricia al final, como la amistad verdadera. Porque el asado bien hecho se empieza mateando, se sigue charlando y se corona ferneteando. Preferiblemente con soda helada y en vaso grande, como manda el respeto.


Pero volvamos al asador. A ese tipo (o tipa) que elige pararse junto al fuego cuando todos buscan sombra. Que acepta con orgullo el calor del mediodía, la crítica del cuñado, la presión de los niños con hambre y el juicio eterno del suegro. Porque cuando esa costilla cruje justo al cortar, cuando el vacío suelta su jugo perfecto, cuando el chorizo explota de sabor… ahí está la recompensa. Ahí es cuando el parrillero sonríe, se limpia las manos con el delantal manchado y dice: “¡A servir, carajo!”.


El asado no se mide en gramos ni en calorías. Se mide en abrazos, en brindis, en el silencio que hace alguien al probar el primer bocado, en ese “mmm” que es más honesto que cualquier elogio. El asado une, reconcilia, acompaña. Es un acto de entrega. Es el regalo del tiempo, de los sentidos, del alma puesta en cada vuelta de carne.


Por eso, cuando te inviten a un asado, no preguntes qué hay para comer. Preguntá quién va a estar. Porque lo esencial del asado no está solo en la parrilla: está alrededor. En los que se reúnen. En el que lo prepara. En el que trae el NERO. Y en ese fuego, que aunque se apague, deja el corazón conmovido. 



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